VIDEO | Petrona Dinamarca, la sanadora de El Cholar: un don al servicio de la fe




En el pequeño paraje del norte neuquino de El Cholar, donde el viento peina los cerros y el río Trocomán murmura su historia entre las barrancas amarillas que le dan nombre, vive una mujer que ha transformado la vida de miles.
Su nombre es Petrona Dinamarca, una sanadora tradicional de raíces mapuches, que se ha ganado la veneración de comunidades enteras, desde Neuquén hasta el extranjero. Quienes la conocen no dudan en llamarla “un ángel enviado por Dios”.
Con casi 60 años y una humildad conmovedora, Petrona abrió las puertas de su casa a los enfermos y afligidos de cuerpo y espíritu. No cobra un solo peso por sus curaciones.
No acepta limosnas ni regalos. No pertenece a ninguna iglesia, pero vive en comunión con Dios desde que, a los once años, se entregó a Él entre cuatro paredes, sin testigos ni pastores. “Lo que Dios me dio, no me sacó un centavo, por eso no necesito que la gente me lo dé”, suele repetir.
Petrona nació en Caviahue, y mucho antes de que se hablara de ella en medios de comunicación o en redes sociales, ya sanaba en silencio. Según cuenta, su don le fue concedido en la infancia, cuando pidió a Dios poder ayudar a los que sufren.
A diferencia de otros sanadores o curanderos, no se autodefine como parte de ninguna medicina ancestral ni de ninguna tradición religiosa estructurada. Lo suyo es la fe, una fe profunda, férrea, que marca cada gesto, cada palabra, cada té de hierbas que ofrece a quienes la visitan.
Desde hace años vive en El Cholar, un poblado de menos de mil habitantes ubicado a pocos kilómetros del paso fronterizo Pichachén. Allí trabaja como artesana en el municipio durante la semana, y dedica los fines de semana a su labor sanadora.
Su casa, pequeña y austera, se ha convertido en un santuario popular. En su interior, símbolos de la cultura mapuche conviven con imágenes religiosas. Hay paz. Hay silencio. Hay fe.
Cada viernes, sábado y domingo, El Cholar cambia de ritmo. Desde la madrugada comienzan a llegar vehículos, muchos desde Zapala, Cutral Co o incluso Buenos Aires.
Claudio Alarcón, un transportista que organiza viajes desde hace más de diez años, estima que cada fin de semana unas 300 personas se acercan buscando un turno. Algunos se instalan la noche anterior. Otros hacen fila en silencio, mate en mano, esperando el momento de ver a Petrona.
La demanda ha sido tal que el pueblo, que cuenta con pocos servicios y un solo hospedaje, suele colapsar. Las góndolas de los comercios quedan vacías, y los vecinos se ven desbordados. “El Cholar no da abasto, pero todos sabemos que esto no se trata de turismo: la gente viene con esperanza”, comenta una vecina.
Petrona atiende por orden de llegada. No hay reservas, no hay contactos especiales. Tampoco hay espectáculo: el trato es íntimo y profundo. Muchos de los que acuden afirman que no es necesario contarle qué les pasa: “Ella lo sabe con solo mirarte”.
Quienes pasaron por sus manos coinciden en que la experiencia no se parece a nada conocido. Algunos hablan de sanaciones físicas. Otros, de un alivio espiritual inmediato. Todos destacan su mirada, su palabra serena y una sensación de paz inexplicable.
“No vengan a probarme, porque el único que hace pruebas está en el cielo”, dice Petrona a quienes se acercan con dudas o curiosidad. Para ella, la sanación es un acto de fe compartido: “El 20 por ciento de la cura viene de mí, el 80 por ciento depende de la fe de quien busca ayuda”.
No receta medicamentos, ni emplea técnicas de la medicina mapuche. Lo suyo es más intangible: un diagnóstico intuitivo, una sugerencia de tés o cuidados, una oración pronunciada con profunda convicción. Y quizás sea eso lo que conmueve tanto: el acto desinteresado, la entrega total, la certeza de que no hay más poder que el de creer.
En una rara entrevista concedida al programa Interior Neuquino, Petrona se mostró agradecida con el pueblo que la adoptó. “Cuando llegamos a El Cholar, fue como llegar a mi propio lugar”, dijo. Hoy vive allí con sus hijos, en una casa modesta que construyó con sus propias manos, y desde donde despliega su misión silenciosa cada fin de semana.
“No tengo compromiso con ningún ser humano, mi trabajo es ante Dios”, afirmó en esa charla. Y a Dios le agradece también su salud, su capacidad de trabajo y la oportunidad de ayudar. En lugar de cobrar por sus curaciones, vende ñaco, una harina ancestral, hecha por ella misma, como forma de sostenerse sin romper con su convicción de que “quien cura, no debe cobrar”.
Petrona Dinamarca no necesita títulos, ni avales, ni credenciales. Su figura escapa a las categorías de curandera, médica o sacerdotisa. Es una mujer profundamente creyente, que canaliza su fe en un servicio gratuito y abnegado. En un país atravesado por desigualdades en el acceso a la salud, su existencia representa un refugio de fe para quienes ya no tienen respuestas en la medicina tradicional.
Y aunque su historia podría ser narrada como una curiosidad regional, o como un fenómeno social que desborda un pueblo, en el fondo se trata de algo mucho más humano: una mujer que escucha, que contiene, que entrega su tiempo y su energía para que otros encuentren consuelo. Petrona no promete milagros, solo pide fe.