Perfiles Urbanos
Exclusivo de NOVA

El coleccionista que salvó campanas de estación, buzones y recuerdos del Alto Valle

Hugo Carballo.
Un grande del coleccionismo regional.

Nadie se afligiría si dijéramos que el coleccionismo parece pertenecer a otra época, a esas décadas de mediados del siglo XX en las que nuestros abuelos pasaban las tardes escuchando la radio, cuando la televisión era un lujo escaso, y las casas eran tan amplias que casi siempre tenían un tallercito al fondo.

Allí, entre frascos, herramientas y objetos que parecían carecer de valor salvo el sentimental, alguien guardaba "un poco de todo": llaves viejas, piezas de máquinas, figuritas, relojes que ya no marcaban la hora.

Era un hábito casi ritual, una forma de habitar el tiempo, de sostener la memoria y hasta de contar una historia sin necesidad de palabras.

Hoy, esa tradición parece un poco desvanecida. Las casas son más chicas, la vida se volvió digital y el impulso de guardar cosas se diluye entre pantallas y nubes virtuales que acumulan ese bien preciado que antes ocupaba estantes y cajones.

El coleccionismo no desapareció del todo; podría decirse que todavía resiste, aunque ya sin aquel carácter cotidiano y entrañable, sin esa ceremonia doméstica que marcó a generaciones enteras.

El fin de semana pasado, Neuquén capital fue testigo de una feria de antigüedades en la Casa de las Culturas y, entre los puestos repletos de objetos que parecían hablar por sí solos, brilló una joyita del coleccionismo regional: Hugo Carballo. Su mesa era un pequeño museo portátil, una cápsula del tiempo dispuesta con una prolijidad casi quirúrgica.

Hugo, oriundo de General Roca, habla con la tranquilidad de un hombre de 71 años, sin apuros a esta altura de la vida, y con la simpleza de quien nunca dejó de hacer lo que ama. "Comencé a los 15 años como coleccionista", cuenta, con un aire de otro tiempo.

A los 20, recién casado, armó su primer museo en un rincón del hogar: "tenía un lugarcito… y fui llenando las paredes al techo con cosas chicas". Su esposa fue la primera cómplice; después se sumaron sus hijos. Y su trabajo "de andar en la calle" le dio algo que él supo convertir en oficio: descubrir antes que nadie lo que estaba por perderse o renovarse.

Con el tiempo, ese conjunto de objetos necesitó un nombre. Lo buscó en un diccionario de mapudungun (Mapuche) hasta encontrar una expresión que le quedó grabada: Püllü Fücha. "Püllü es alma y Fücha es viejo", explica.

Le gustó porque sintetizaba lo que veía en cada pieza: algo que había vivido antes, que poseía una historia por detrás. Entendió entonces que su museo no era un simple depósito: era un resguardo de memoria.

Su primera gran exposición llegó casi de casualidad. En 1988, durante un festival en Roca, quedó un hueco en el arco de una cancha y él se ofreció a ocuparlo "con lo mío", aun sabiendo que "era todo chico".

Esa noche descubrió algo que lo acompañó para siempre: "Los que coleccionamos somos… egoístas", admite, porque “guardamos para adentro". Pero al ver a la gente emocionarse frente a sus objetos, sintió una revelación: "El día que salís a la calle y lo empezás a compartir… es tremendo lo que sentí". Ese clic marcó su manera de entender el coleccionismo.

Desde entonces recorrió la provincia con Püllü Fücha. Hizo 46 exposiciones, habló con escuelas, llenó gimnasios municipales, viajó incluso con gastos pagos. Pero cuando la economía familiar se derrumbó, tuvo que frenar. Se fundió la tienda que sostenía todo y abrió el museo en su propia casa, esperando que el público llegara.

No ocurrió. "Lo tuve tres años abierto y no, ni las escuelas vinieron", resume. Incluso diseñó un convenio solidario (los chicos pagaban un peso y la mitad iba al hogar de ancianos), pero ni así funcionó.

La parte más dura para él, vino después: la venta de antigüedades. "Por un factor económico, decidí vender cosas", admite. Y no lo disimula: "Las primeras piezas que se fueron las lloraba, como un pibe". Cada objeto tenía un peso propio; cada venta fue una despedida. Con el tiempo encontró cierto consuelo: "Hoy todo ya está en buenas manos".

A pesar de todo, su casa sigue llena de movimiento. Hay mates, amigos, coleccionistas, gente que pasa solo a mirar. Ya no es museo formal, pero conserva ese clima íntimo de siempre. Parte de esa relación proviene de cómo entiende las piezas: "Lo mío pasa por lo espiritual también… todas las piezas antiguas vienen de otra vida".

Una señora mapuche le enseñó a "descargarse", y un cura sanador le explicó cómo convivir con la energía que arrastran los objetos usados por generaciones.

No todas sus historias son amables, aunque a fin de cuentas, no dejan de ser anécdotas. Una vez terminó detenido por intentar rescatar un buzón que estaban tirando.

"Recuperé un buzón y fui a cana", recuerda. Alguien creyó que había pagado por algo del Estado y lo denunció. "La tuve muy mal… parecía una basura", reflexiona. Con los años la ley cambió y el episodio quedó como un divertido recuerdo.

Parte de su colección incluso cruzó el océano. "He tenido gente francesa que armaron museos con cosas mías, ahí a las afueras de París", cuenta, todavía asombrado por ese destino improbable.

Le impresiona esa diferencia de mirada: objetos que en el Alto Valle suelen terminar en un contenedor, allá se transforman en piezas de colección para museos, restauradas y valoradas como fragmentos de la historia.

Hugo lo dice con una mezcla de orgullo y desconcierto, como si aún le costara creer que aquello que rescató del olvido viajara tan lejos para encontrar un hogar definitivo.

Y guarda con orgullo la recuperación de "dos campanas de estación" que estaban por perderse para siempre. Una era de General Roca y la otra de Ingeniero Huergo. Las dos ya viajaban rumbo a Buenos Aires: una hacia Chascomús, la otra ofrecida en San Telmo.

A la primera la rescató casi de casualidad, frenando al hombre que la llevaba antes de que abandonara la región. La segunda volvió gracias a la buena fe de un anticuario que entendió que no debía terminar en un puesto porteño. Hoy, recuperadas, vuelven a tener sentido: están otra vez donde alguna vez supieron sonar.

Cuando mira hacia adelante, no disimula cierta preocupación: "Hoy no hay coleccionismo, es la gente grande que está coleccionando". Los jóvenes prueban dos días y abandonan.

Aun así, él sigue ahí, rodeado de objetos que respiran historia. En un mundo que descarta rápido y recuerda poco, Püllü Fücha resiste. Y mientras exista alguien capaz de llorar por una pieza que se va, el pasado (al menos en este rincón del Alto Valle) seguirá encontrando quién lo cuide.

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