




En un rincón del norte neuquino, donde la cordillera se vuelve camino, refugio y desafío, vive una mujer que condensa en su figura la historia profunda del Alto Neuquén. Ninfa Rosa Tillería, conocida por todos como Doña Tocha, tiene 88 años, una vitalidad que desmiente el calendario, 73 nietos, 81 bisnietos, una tataranieta y una memoria que parece grabada en piedra. Fue arriera, partera, primera enfermera de Las Ovejas, madre de diez hijos, reina de su pueblo y de su provincia. Pero sobre todo, fue una mujer que nunca se dejó vencer por el miedo. Ni siquiera esa vez que enfrentó a cinco hombres sola en la cordillera, con un 38 escondido en el corpiño.
“Coraje nunca me faltó”, recuerda Tocha desde la cocina de su casa. El sol cae sobre los álamos amarillos del otoño patagónico y la calle de tierra frente a su casa, la misma por donde alguna vez corrió a asistir un parto, se adormece en silencio. Pero sus recuerdos laten con fuerza.
Nació el 20 de julio de 1937 en Tricao Malal, “cuando nevaba y mi papá decía que si nacía una nena la iba a matar, pero después fui su regalona”, cuenta. Fue “Bocha” en su infancia por su contextura rolliza, hasta que con los años el apodo viró a Tocha. Su niñez transcurrió entre arreos y fogones, entre cabras, ovejas y techos de caña que se goteaban. Su padre, Guillermo Tillería, vasco español, y su madre, Magdalena Gómez, mapuche, criaban animales y sobrevivían como podían en una región dura, donde el hambre era tan habitual como el frío.
A los 9 años se mudó con la familia a Chos Malal. Allí dejó la escuela temprano pero siguió su vocación: estudió enfermería y fue aprendiz del doctor Pedro Galo, quien le enseñó que la medicina debía escuchar al paciente. Ese consejo fue brújula en su camino, especialmente cuando asistía partos en el campo, muchas veces con mujeres que preferían parir en cuclillas, colgadas de un lazo. Ella respetaba esas decisiones: “No era la mejor posición, pero era lo que querían, y funcionaba”, recuerda.
A los 18 llegó a Las Ovejas, donde se casó con Venancio de la Costa, veterinario y uno de los primeros intendentes del pueblo. Juntos criaron hijos, montaron un hospedaje, ofrecieron comida y refugio a los viajeros. Pero la vida, como los caminos de montaña, no siempre es amable: su marido perdió un ojo por una gota de aceite, y la diabetes hizo el resto. Tocha quedó sola, con diez hijos y la necesidad de que nada faltara.
Entonces puso un bar, vendía provisiones en las veranadas con su camioneta blanca y, cuando las cosas apretaban, cruzaba la cordillera a caballo, con carne de chiva para trocar por harina y carburadores en Linares, Chile. Era un comercio ancestral que con el tiempo se volvió contrabando. Ella conocía cada sendero, cada puesto, cada cornisón peligroso.
Una noche de 1975, con dos hijos pequeños y embarazada, regresaba de uno de esos viajes cuando la sorprendió la nieve. Buscó refugio en un puesto chileno, donde cinco hombres comenzaron con insinuaciones. “¿Qué hace sola una mujer tan linda?”, le dijeron. Pero ella no estaba sola. Estaba con su 38, y lo hizo saber con dos disparos al techo. Los hombres desaparecieron. Sus hijos durmieron en paz esa noche. Ella, sentada, con el revólver en la mano.
En Las Ovejas fue pionera como enfermera gracias a una carta que le escribió a don Felipe Sapag. El gobernador envió un helicóptero y el ministro de Salud le entregó cofia, jeringas y la orden de ir a trabajar. Así empezó su historia oficial en la salud pública neuquina, aunque ya había hecho mucho por los suyos sin títulos ni diplomas.
Hoy, cuando repasa su vida, Tocha mezcla la anécdota con la emoción. Recuerda el cine de Pérez, “que si se cortaba la película, te contaba cómo terminaba”, y las rancheras que sonaban en los bailes del club. Se ríe de aquel hombre que tomó las pastillas anticonceptivas que le recetó para su esposa y le dijo después que le hacían mal.
Fue reina de los adultos mayores en Las Ovejas y Neuquén, y Reina Madre en un encuentro nacional. Viajó, conoció, vivió. Cuando su casa se incendió, el pueblo entero la ayudó a reconstruirla. La quieren, la respetan, la admiran.
Tocha no trabaja más con los animales, pero aún camina —a veces con bastón— con la misma dignidad de siempre. Y aunque ya no cruza la cordillera a caballo, cuando vuelve a ver esas montañas, se le ilumina la mirada. Porque allá, en ese cielo alto de la Patagonia, quedó una parte de su alma, la misma que un día le dijo al miedo: “Conmigo no”.
¿Y el revólver? “Todavía lo tengo”, dice. “Pero sólo yo sé dónde está”.
Así es Doña Tocha. Reina, enfermera, arriera. Mujer de la cordillera. Mujer de Neuquén. Mujer inolvidable.